Sus rulos castaños se amalgamaban sobre los hombros y dejaban al descubierto una pálida nuca. Llevaba prendidos sólo la mitad de los botones del ambo y miraba pacientemente cómo avanzaba la aguja segundera del reloj gris que pendía de la pared. Pronto serían las cuatro de la mañana, era sábado y Mariela sintió profundas ganas de estar en el bar con sus amigos: se aburría.
De pronto, el enfermero ingresó llevando del brazo a un joven al que sentó en la camilla negra frente al escritorio, dejó algunos papeles junto a él y se retiró en silencio. Se balanceaba sobre sí mismo y tenía la mirada perdida, Mariela se apresuró a examinarlo.
-Tranquilo…-la voz de la joven se tornó maternal mientras pensaba que el chico debería tener aproximadamente su edad-, ¿Podés recordar qué tomaste?
Leyó rápidamente el informe que dejó el enfermero: Emir. 22 años. Consumo de ácido lisérgico sublingual.
-No…Bueno, sí: pepa, creo – hablaba entrecortado y miraba nerviosamente a su alrededor, intentando concentrarse en la realidad que lo rodeaba.
Emir llevaba una remera negra de algodón y unos pantalones cuadrillé marrones algo percudidos. La médica se acercó para inspeccionar sus ojos: tenía las pupilas extremadamente dilatadas y apenas dejaban ver el color verde del iris, “pero no es nada grave”, reflexionó.
-¿Hace cuánto la tomaste, te acordás? – Mariela le hablaba con tono adulto, mientras preparaba un suero con solución fisiológica, como se suele utilizar con los pacientes que se intoxican con ácidos o alcohol.- Emir, ¿me estás escuchando?
-Eh…sí, escucho. Bueno, no sé, hará hace…dos horas en la casa de Gonzalo – Sonrió mientras hablaba. Sabía, en su mente cargada de incoherencias, que el dato del lugar donde la consumió era irrelevante para la médica.- Él me trajo…creo.
-Hace dos horas…Ah, pero entonces ¡estás en pleno viaje! – La joven enrojeció parcialmente al notar que había pensado en voz alta, pero la noche había sido bastante aburrida y realmente tenía curiosidad: - Contame, ¿qué ves?
El pinchazo del suero había hecho reaccionar súbitamente a Emir, que pronto se sentó rígido y contempló por primera vez el tatuaje de una calavera en llamas que se asomaba desde el incipiente escote de la médica.
-Primero, nada…estaba bien. –Comenzó a decir el chico, que por momentos gozaba de una estupenda lucidez- No sé, supongo que me reía mucho al principio y después me perseguí. Sentí que las imágenes se mezclaban y la música se volvía colores. Me debo haber desmayado o algo así, porque no me acuerdo más nada… Y ahora, estoy acá.
Mariela lo escuchaba atentamente mientras se sentaba sobre el escritorio. La aparición del paciente intoxicado había sido lo más emocionante de la jornada. Además, Emir le caía bien.
-Y ahora –subrayó con énfasis la palabra “ahora”-, ¿Qué sentís, seguís viendo colores?
-No, ya no -repuso el joven de inmediato. Sus pupilas recobraron levemente el grosor-. Aunque, vi moverse las llamas de tu tatuaje, ponele. Es muy confuso de explicar…
-¡Qué buena onda! – asintió con la cabeza, algo exaltada. Pronto recordó que era la profesional en la sala - Mirá, te voy a recetar una pastilla que se llama Alplax, tenés que tomar un miligramo hoy mismo si no te podés dormir. Pero antes, vas a tener que hacer algo por mí…
Emir abrió excesivamente sus ojos, estaba conciente pero algo confuso: se preguntó qué podía pedirle aquella médica, ¿Le avisaría a la policía? Después de todo, lo que consumió era ilegal. Aunque en realidad la encontraba muy simpática y además era joven, como él. No, no debía ser eso, se repitió mentalmente.
La clínica, que estaba realizando sus últimas prácticas profesionales, se arriesgó:
-¿No te sobró nada? –Miró fijo al chico, que parecía asustado y comenzaba a titubear-. ¿Te quedó algo encima? No te preocupes, que si me das lo que te sobre, no voy a decir nada.
-Eh…sí –su voz se tornó tímida y señaló su bolsillo-, creo que tengo un cuartito más…
Antes de que Emir pudiese terminar de hablar, Mariela introdujo velozmente la mano en el lugar indicado por el chico. Observó a trasluz el sobre de nylon que contenía el diminuto cartón blancuzco, lo sacó y luego lo colocó debajo de su lengua.
Vio que el joven sonrió y le devolvió la sonrisa. De inmediato le quitó el suero suavemente, con exagerada amabilidad y se sentó nuevamente detrás del escritorio.
-Ahora, andá – le estiró la receta médica mientras lo veía caminar con paso tambaleante, pero lleno de dignidad-, en dos horas vas a estar fresco. Acordate, sólo un miligramo de Alplax si no te podés dormir.
El joven le dio las gracias reiteradas veces y cerró de un portazo el consultorio. Dos horas después, Mariela vio cómo trazos de color violeta y rojo emergían de las paredes cuarto sin previo aviso. Se sintió profundamente feliz.